sábado, 5 de junio de 2021

YO, ADICTO de JAVIER GINER

 


Hoy he terminado de leer “Yo, adicto” un libro de un tal Javier Giner al que no conozco de nada pero que alegra a golpe de inteligencia y de (mucho) humor negro mi feed de Twitter. Ahí fue donde me enteré que el muchacho había sido adicto durante muchos años y había decidido contar su historia con todo lujo de detalles. Y me picó la curiosidad, y eso que a mi los Bukowskis y otros drogadictos/alcohólicos legendarios siempre me han dado una pereza extrema. Las cosas como son.

 

Pero Javier Giner te lleva de la mano en el viaje con una energía inustada y es imposible soltarse de su mano, porque el cabrón tiene un ritmo para escribir que es acojonante. Y con eso se nace, que uno podrá haber sido todo lo drogadicto que uno quiera, pero (moraleja) la droga te puede quitar la vida, pero nunca el talento.

La facilidad que tiene para narrar episodios que son un derrumbe emocional y hacerlo con ingenio, siempre huyendo del morbo fácil, es pasmosa. Me ha dejado a ratos con la boca abierta. Me ha pasado un poco como con la docu serie de Rocio Carrasco. No soy yo quién para juzgar nada, pero leyendo “Yo adicto” he aprendido muchas cosas. De la misma manera que hasta hace unas semanas nunca había oído hablar del término “violencia vicaria”, jamás hubiese podido imaginar el proceso que lleva a un tipo brillante, listo y atractivo a terminar, como el dice “en un sitio con tanta desesperanza”. No les hago spoilers de nada porque lo mejor del libro es que, como el que lo escribe tiene ingenio, uno nunca se imagina que puede acabar a carcajadas cuando lo que te está narrado es para saltar por una ventana.

Recuerdo un momento del libro cuando Giner presenta a sus compañeros de la clínica de desintoxicación como si fueran vedettes del Moulin Rouge y no he podido evitar leer esa parte del texto poniendo la voz de José Luis Moreno en mi cabeza, para que se hagan idea.

Yo, que soy estúpidamente optimista por naturaleza, celebro que haya docuseries como la antes mencionada y libros como este. Libros que dan respuestas a preguntas que igual nadie nos atrevíamos a hacer porque es mucho más fácil etiquetar a alguien de “yonki”. Le llamas yonki, le colocas en el cajoncito de la marginación social, le miras con cara de penita, y asunto arreglado, que encima somos buenísimas personas porque los yonkis nos dan pena ¿sabes? Menudo pánico de sociedad somos a veces.

No voy a contar como termina el libro porque a él le corresponde contar su historia con sus palabras. Pero tras pasar la última página, a veces empiezo a pensar que el problema somos más las personas que las drogas, que en el viaje que se cuenta la medicación y la terapia es algo fundamental, claro que sí. Pero estoy convencido de que Javier ha podido contar su historia porque, al final, lo que nunca le pudieron arrebatar es el talento, un exquisito sentido del humor, y los cojones suficientes para admitir que necesitamos que nos quieran, porque para droga, el amor en sus muchas formas.

 Repito, no he visto a este señor (que yo recuerde) en mi vida, pero le estoy enormemente agradecido de haber contado este viaje en unos tiempos que no son necesariamente proclives al desnudo emocional y al derecho al auto ridículo y la auto afirmación porque sí.

Es una bofetada en la cara con la mano abierta.

Es un recordatorio de que juzgar a la gente también es una enfermedad.

Es una alarma a la compasión, al derecho a todas las oportunidades que hagan falta.

Pero sobre todo, es un buen libro con una gran historia.

Y eso, en estos tiempos, es un tesoro. 

 

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